Alimentación emocional: ¿Comes por ansiedad o por hambre real?
- Psic Maria del Ángel Bazaldua

- 12 nov
- 3 Min. de lectura
A todos nos ha pasado: terminas un día agotador, te sientas en el sillón, abres el refrigerador y te sirves algo sin pensarlo demasiado. Tal vez un pan, unas galletas o lo que haya a la mano. No tenías hambre… pero necesitabas algo.

Eso que parece tan común tiene nombre: alimentación emocional. Es cuando comemos para calmar lo que sentimos, no porque el cuerpo lo necesite. Y aunque puede darnos un alivio momentáneo, muchas veces deja un sabor amargo de culpa o incomodidad después.
La comida se vuelve una especie de abrazo rápido, una forma de anestesiar la tristeza, el cansancio o la ansiedad. Y es completamente humano. Desde pequeños aprendemos que la comida reconforta: un postre cuando estamos tristes, una cena rica para celebrar, una botana para pasar el rato. Sin darnos cuenta, crecemos asociando la comida con consuelo o felicidad.
El problema aparece cuando esta forma de calmar emociones se convierte en un hábito automático. El cuerpo ya no come por hambre, sino por vacío emocional.

Pero, ¿Cómo saber la diferencia? El hambre real se siente en el cuerpo, llega poco a poco, y cualquier alimento puede satisfacerla. En cambio, el hambre emocional llega de golpe, exige algo muy específico (casi siempre dulce o salado) y no se calma con comida saludable, regularmente. Es más mental que física, más impulso que necesidad.
Imagina un día de esos en que todo sale mal: el tráfico, el trabajo, las prisas. Llegas a casa y lo único que quieres es desconectarte, llegar a la comida y al sofá, por unos minutos sientes alivio, pero después… el vacío sigue ahí. Porque lo que tu cuerpo pedía no era comida, sino descanso, desahogo o un momento de calma.

Y no se trata de prohibirte comer cuando te sientes mal. Comer algo rico también puede ser parte del amor propio. La clave está en escuchar lo que realmente necesitas antes de abrir el refrigerador. A veces basta con hacer una pausa y preguntarte: “¿Tengo hambre en el estómago o en el corazón?”. Esa simple pregunta puede marcar la diferencia.
¿Qué puedes hacer para controlar la alimentación emocional?
Haz una pausa antes de comer.
Pregúntate: “¿Tengo hambre física o emocional?”. A veces, solo detenerte un momento ya cambia la respuesta.

Ponle nombre a lo que sientes.
Estrés, enojo, tristeza, aburrimiento… cuando reconoces la emoción, deja de dominarte tanto.

Busca otra forma de calmarte.
Escucha música, da una caminata, escribe, o simplemente respira profundo unos minutos. No todo lo que te calma tiene que venir de la comida.

Come con atención.
Mastica despacio, saborea, nota cuándo estás satisfecho. Comer con conciencia (mindful eating) te ayuda a disfrutar sin exceso.

Cuida tu bienestar emocional.
Dormir bien, tener rutinas, hacer ejercicio y conectar con personas que te hacen bien reduce mucho las ganas de comer por ansiedad.

Date permiso de sentir sin castigarte. Comer no es el problema, lo importante es comprender qué emoción estás alimentando.
Y si sientes que este patrón se repite y te cuesta controlarlo, hablar con un psicólogo o un nutriólogo especializado en conducta alimentaria puede ser un gran apoyo. No se trata de fuerza de voluntad, sino de aprender nuevas formas de cuidar de ti mismo.
Al final, la comida no solo nutre el cuerpo: también cuenta historias, emociones y recuerdos. Reconocer cuándo la usamos para llenar vacíos es un acto de autoconciencia. Porque a veces no tenemos hambre de comida… sino de descanso, calma o cariño. Y eso también merece ser alimentado.




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